sábado, noviembre 23, 2024

La salsa Isabelina

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Cierro los ojos y evoco esos momentos en los cuales mi madre preparaba la famosa salsa Isabelina para comer, es tan vívido el recuerdo que llegan a mi nariz los olores del chile piquín tostándose, el crepitar del jitomate en el comal, el peculiar olor de la cebolla y el ajo, parece que hacían una danza en el ardiente crisol, mientras sus manos ágiles movían todo para que se tatemara bien, esas mismas manos movían con metódicos movimientos el sartén con los frijoles negros aromatizados con su rama de epazote, la cazuela de los huevos a la mexicana, era el religioso desayuno de todos los días, pero, podría faltar alguno de los alimentos referidos menos la salsa Isabelina, esa que nos hacía babear, que nos zumbaran las orejas, que tomáramos agua como camellos sedientos, sin embargo un taco con esa salsa era un manjar que nadie más en el mundo podría saborear.
Con mirada amorosa sacaba su molcajete, un regordete monolito de piedra bastante pesado, con cuidado lavaba el tejolote que parecía regocijarse de la matanza que haría con los ingredientes que en él se molerían; empezaba por moler los dientes de ajo, bien moliditos, después la cebolla que ya ni lloraba, lo había hecho en el comal, después, uno a uno los diminutos chiles piquín, traídos de Tampico, para entonces, los que estábamos cerca, con los olores desprendidos estábamos ya moqueando, poco a poco agregaba la sal de grano, los jitomates se resistían, pero de a poco cedían y se mezclaban con lo demás, los movimientos suaves pero firmes daban forma a la salsa, mi madre, siempre con esa risa de Gioconda, y los ojitos traviesos cantaba la canción de María Bonita de Agustín Lara, tanto que era una ceremonia, un ritual la preparación de la salsa acompañada de las canciones de Lara, otras veces las canciones de los Rufinos que mamá conocía muy bien..
Por fin la salsa estaba lista, alrededor de la mesa esperábamos impacientes, el plato de barro, dos cucharadas de frijoles, dos cucharadas de huevo y la tan antojada salsa, una cucharada bien frondosa para el plato de papá, se antojaba de verla, mamá se preparaba una gran tortilla, servía una generosa ración de sus salsa, un pedazo de queso y a comer, saboreaba mi madre esa salsa que me regocijaba de verla. Yo era más precavida, a mi plato solo vertía unas gotitas de salsa, primero me cercioraba que no estuviera tan, pero tan picosa, yo contaba los chilitos, si eran tres jitomates grandes y mamá ponía diez chilitos piquín, estaba picosa pero tolerable, pero si no había mucho jitomate y solo ponía dos jitomates y diez chilitos, esa salsa era marca satanás decía mi padre, pero igual la devoraba. Así, esa salsa Isabelina, llamada así porque tenía el nombre, la sazón, el amor y la esencia de mi madre se convirtió en la salsa preferida de toda la familia.
Hoy, mi madre ya no está físicamente, partió al mundo de los ángeles convertidos en estrellas, y la honro preparando su famosa salsa Isabelina, conservo su molcajete, sigo el mismo ritual, uno a uno cada paso pero no sé qué pasa, creo que su molcajete extraña sus manos, sus canciones, la mujer que era María Isabel, la misma salsa, el mismo ritual, los mismos ingredientes, la misma casa pero la salsa no me sabe igual, existen personas que dejan huella, que no se pueden imitar, creo que la salsa Isabelina se fue con ella, y por más que lo intente, jamás la prepararé como lo hacía ella, pero el aroma sigue aquí, en mi memoria, en el corazón y es el mayor de lo recuerdos cuando nos juntamos a comer y alguien pregunta “¿No hiciste salsa Isabelina? Solo río y les digo, sí, si hay salsa pero no sabe igual.
Escribe: Lorena Reséndiz Mendoza
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