Arañando la cartografía exhuma su piel
-el truco es perforar sus venas,
enjuagar los remolinos de luces
y amalgamar el sudor frío de los adoquines
con el polvo de quimeras-,
bajo un inquebrantable sonido embelesado,
humedece en un hechizo
los maullidos del vidrio.
Rechinan las pisadas del tiempo.
Una casa oferta su valor
en una esquina del siglo XIX,
frente al jardín de héroes muertos.
Dormir ayer para amanecer siempre,
espirando los huellas crecientes.
Una lámpara sufre de insomnio
hasta el día de su muerte,
un ladrido abraza su cuerpo.
Las bancas, las banquetas, las jardineras
padecen ulceras.
Arturo Hernández
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