Una ventana a la calle Francisco Javier Mina
Parte III
Un sordo y elocuente murmullo ultrajó las úlceras de los troncos, laceró la piel de los cuadrantes de cemento. Vistió de prismas el tapete de piedras que conducían a la peluquería de “Carmelo”. Aquellas visitas en compañía de mi abuelo y de mi tío, construyendo la convergencia, moldeando la costumbre. Me sentaba en los altos bancos con los brazos dispuestos a la lectura, contemplando las clásicas historietas, haciéndole gestos a los espejos, descifrando la siembra de los cabellos, imitando las poses de los carteles; en ocasiones atendiendo las acostumbradas charlas de los mayores, resbalando mi mirada en las paredes, esperando el turno para hacerse el pelo. Dispuesto al encuentro del peine y las tijeras, adivinado los movimientos de los manos, sorprendido por el ruido de la maquina electrica, en su excéntrico acto de surcar el ovalo negro, provocando un rehilete de cosquillas, incluso a veces miedo. Imposible soterrar esos años, los palpitantes en la peluquería de Carmelo Jiménez, el maestro de ceremonias de innumerables eventos públicos, el directivo de la Cámara Nacional de Comercio, fundador de la Comisión Nacional de Emergencias e incluso fugaz hombre de la política. El peregrinar cotidiano por la calle de Mina, fue una constancia en aquellos tiempos de arrebatos utópicos, acudir a sus rincones, rubricar mis manos sobre sus muros, enfrentar mis ojos en sus puertas de madera, exhalar sus huesos de cantera. El Junio apoteósico en que se asentaban los juegos mecánicos en Mina, en época de la Feria de San Juan del Río, empapaba mi sombra en el típico calor de esa fabulosa fiesta, fotografías de la infancia, nubes recostadas en el vigor de mis sueños, vapores penetrables seduciendo mis secretos. Estrujando la luna, destacaba la escobilla de las llamas de un foco o el farolito perseverante viajando de extremo a extremo. De las calles vacías surgían los seres con nombre y apellido, madrugadores, arrastrando bultos pesados, jalando sus animales. Cuando la luz progresaba, iniciaba el adiestramiento indeleble, rulos de polvo meneando los muros de manta, descobijando la ilusión, enfriando el silencio. Esa era el universo híbrido de “los mesones”, usuales espacios de humildes huéspedes, examinando los lugares tiznados por las moscas, refrendados por el sueño inquieto de un perro, descansando en la alfombra suelta, agitada por pezuñas y patas. Reflejos de aquellos cotidianos suspiros, sitios para refundar el vuelo e iniciar la quijotesca batalla cotidiana. En este perpetuo crucigrama, donde la imaginación preña el talento, donde el lenguaje se extiende en horizontes inacabables. Aquí donde la ironía hizo nido, como el grafiti que exhibe una vieja pared “viva la deuda esterna”, retando la elasticidad del vocabulario, disintiendo de la manifestación colectiva. Mina es un patrimonio popular, nadie puede cargar la patente, fue el fulgor rectilíneo de preciso verdor quien desgranó los minutos para establecer calendarios. Símbolos, donde un diluvio de letras invadieron el pensamiento, como el insigne artesano del abecedario, el escritor, periodista y poeta Pablo Cabrera, quien en 1911 concibiera su existencia en este inquietante rectángulo de anhelos, contribuyendo con su grandeza y su refulgente obra al cultivo del orgullo de Barrio Mina. Por Arturo Hernández
<www.avast.com/sig-email?utm_medium=email&utm_source=link&utm_campaign=sig-email&utm_content=webmail> Libre de virus. www.avast.com <www.avast.com/sig-email?utm_medium=email&utm_source=link&utm_campaign=sig-email&utm_content=webmail> <#DAB4FAD8-2DD7-40BB-A1B8-4E2AA1F9FDF2>
Parte III
Un sordo y elocuente murmullo ultrajó las úlceras de los troncos, laceró la piel de los cuadrantes de cemento. Vistió de prismas el tapete de piedras que conducían a la peluquería de “Carmelo”. Aquellas visitas en compañía de mi abuelo y de mi tío, construyendo la convergencia, moldeando la costumbre. Me sentaba en los altos bancos con los brazos dispuestos a la lectura, contemplando las clásicas historietas, haciéndole gestos a los espejos, descifrando la siembra de los cabellos, imitando las poses de los carteles; en ocasiones atendiendo las acostumbradas charlas de los mayores, resbalando mi mirada en las paredes, esperando el turno para hacerse el pelo. Dispuesto al encuentro del peine y las tijeras, adivinado los movimientos de los manos, sorprendido por el ruido de la maquina electrica, en su excéntrico acto de surcar el ovalo negro, provocando un rehilete de cosquillas, incluso a veces miedo. Imposible soterrar esos años, los palpitantes en la peluquería de Carmelo Jiménez, el maestro de ceremonias de innumerables eventos públicos, el directivo de la Cámara Nacional de Comercio, fundador de la Comisión Nacional de Emergencias e incluso fugaz hombre de la política. El peregrinar cotidiano por la calle de Mina, fue una constancia en aquellos tiempos de arrebatos utópicos, acudir a sus rincones, rubricar mis manos sobre sus muros, enfrentar mis ojos en sus puertas de madera, exhalar sus huesos de cantera. El Junio apoteósico en que se asentaban los juegos mecánicos en Mina, en época de la Feria de San Juan del Río, empapaba mi sombra en el típico calor de esa fabulosa fiesta, fotografías de la infancia, nubes recostadas en el vigor de mis sueños, vapores penetrables seduciendo mis secretos. Estrujando la luna, destacaba la escobilla de las llamas de un foco o el farolito perseverante viajando de extremo a extremo. De las calles vacías surgían los seres con nombre y apellido, madrugadores, arrastrando bultos pesados, jalando sus animales. Cuando la luz progresaba, iniciaba el adiestramiento indeleble, rulos de polvo meneando los muros de manta, descobijando la ilusión, enfriando el silencio. Esa era el universo híbrido de “los mesones”, usuales espacios de humildes huéspedes, examinando los lugares tiznados por las moscas, refrendados por el sueño inquieto de un perro, descansando en la alfombra suelta, agitada por pezuñas y patas. Reflejos de aquellos cotidianos suspiros, sitios para refundar el vuelo e iniciar la quijotesca batalla cotidiana. En este perpetuo crucigrama, donde la imaginación preña el talento, donde el lenguaje se extiende en horizontes inacabables. Aquí donde la ironía hizo nido, como el grafiti que exhibe una vieja pared “viva la deuda esterna”, retando la elasticidad del vocabulario, disintiendo de la manifestación colectiva. Mina es un patrimonio popular, nadie puede cargar la patente, fue el fulgor rectilíneo de preciso verdor quien desgranó los minutos para establecer calendarios. Símbolos, donde un diluvio de letras invadieron el pensamiento, como el insigne artesano del abecedario, el escritor, periodista y poeta Pablo Cabrera, quien en 1911 concibiera su existencia en este inquietante rectángulo de anhelos, contribuyendo con su grandeza y su refulgente obra al cultivo del orgullo de Barrio Mina. Por Arturo Hernández
<www.avast.com/sig-email?utm_medium=email&utm_source=link&utm_campaign=sig-email&utm_content=webmail> Libre de virus. www.avast.com <www.avast.com/sig-email?utm_medium=email&utm_source=link&utm_campaign=sig-email&utm_content=webmail> <#DAB4FAD8-2DD7-40BB-A1B8-4E2AA1F9FDF2>