sábado, abril 27, 2024

LA DOCTORA MotelGarage

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La ira de El Don no se aplacó siquiera ante el sermón del sacerdote, después de todo, viene de una familia muy católica, mientras a los cuerpos de su esposa y de su hija, quienes murieron durante el parto, se les oficiaba una misa de cuerpo presente; antes bien cada minuto estaba más encabronado que nunca. Sus ojos esbozan odio. Arquea el cuello en exquisito desahogo. Echo un brahmido y respiro hondo.
Sus guarros solamente atestiguaban.
Lucho por ser el dueño y amo de esa plaza. Y lo logro. Se hacía llamar Don y se fue haciendo terrible en su forma de hacer negocios. Sabia ejecutar muy bien las ordenes de sus jefes. Poco a poquito fue ascendiendo. No le fue fácil sobrevivir denodadamente en un mundo hostil.
Así como crecía su barriga, se encendía más en él el deseo de adueñarse de la tierra a la que se sentía con derecho. Quería ser amo y señor de la tierra que lo vio correr. Desde aquel momento empezó a convertirse en lo que es ahora. Lo logro.
Convirtiéndose así en dueño y señor de la hacienda fronteriza de la que antes había salido huyendo. Y de otras haciendas alrededor. En el que no tienes certezas. En la frontera donde se cuecen oscuros destinos y se libran tenebrosas batallas.
Dos días antes el Don y esposa paseaban por el centro comercial cogidos de la mano. La acompaña como un felino elegante e inquisidor. En la otra, él llevaba una chaqueta recién comprada. Parecían una pareja de enamorados. Y de pronto los dolores de parto.
No debían perder tiempo. Tomaron rumbo al primer hospital. Era urgente.
Casi todas las noches antes de dormirse ella le permitía dormir en su “pancita”, solía ponerse un perfume muy caro, que compraba únicamente para él y para niña que crecía en su interior. Todos sabían que era muy afortunada en su matrimonio. Siempre iba a todas partes con su marido. Cuando ella quedó embarazada El Don se convirtió en el hombre más feliz del mundo. Deseaban fervientemente aumentar la familia. Nunca iba sola. Él estaba muy pendiente de ella en cada momento y la llamaba al móvil bastante. Eso era para los demás el signo del amor profundo que él le profesaba. Las paredes de su casa sabían la verdad.
Y también los guarros.
La doctora preparo unas pinzas pero de repente dijo que no, que sería cesárea, que el bebé había girado de posición e hizo hace un corte. Los minutos pasaban con el revolotear de las tres moscas que no se cansaban de estrellar y estrellar contra el vidrio del candil. No se logró. Ambas murieron durante el trabajo de parto.
Con un nudo en la garganta hablo al jefe de su cinturón de seguridad. De no acatar sus instrucciones, morirían. Porque la muerte no es ninguna mentira. Advertía. Ellos no estaban dispuestos a correr ese riesgo, por eso no se iban a quedar de brazos cruzados.
Debían tomar venganza.
El sol del mediodía refulgía en lo alto y prodigaba sus ardientes rayos sobre la avenida central. A quinientos metros del hospital. Su lugar de trabajo. Salió a la tienda. Tenía dos horas para comer. Mientras caminaba hablaba por el celular. Un blanco muy accesible. Allí fue cuando la levantaron con la amenaza de matar a sus hijos. La subieron a una camioneta y arrancaron.
Tal vez la historia de La Doctora parezca un relato común y poco extraordinario, porque, al fin y al cabo, las víctimas de la violencia han sido el pan de cada día que se cocina en nuestro país. Protegido por el manto de la noche, un automóvil se estacionó cerca de un poste sin luz. Un segundo automóvil se cuadró a corta distancia del primero, en una esquina, haciéndose invisible. A varias cuadras de allí se acercaba una caravana de policías y militares ejecutando su ronda cotidiana.
Sus victimarios la abandonaron cerca de su lugar de trabajo. Tenía los labios hinchados y en el rostro visibles huellas de la paliza que había recibido. La dejaron totalmente desnuda, le tasajearon la piel y las carnes con utensilios médicos, con una leyenda en una cartulina: “Siguen los demás ginecólogos que mataron a mi esposa y mi hija”.
No habría mal que por bien no viniese. Escribe: Augusto Sebastián [email protected]
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