Le obedecí. Yo era muy borracho y tenía mucha promiscuidad. Ahora soy más tranquilo y sosegado. Estoy saludable por pura casualidad, yo debería estar muerto o metido en un manicomio. Decidí cambiar y lo hice en un día. Me pasé dos que tres años sin beber y en cursos de superación personal que me ayudan mucho a estar positivo, a concentrar energía, a ser más feliz, amante de la paz y el respeto, odiando la guerra y la violencia y esforzándome por llevarme bien con los demás. Pero tampoco soy un santo. Tengo ratos en los que soy un ojete, otros soy el más optimista del mundo mundial. A veces hay que emborracharse y otras hay que mandar a la chingada a alguien. Pero siempre mantengo un centro al que poder regresar, un equilibrio. Pero bueno por eso iba a la Cuba de mis amores. Yo tenía media botella de ron adentro, y eso me ponía conversador y jocoso. Me estaba invitando a caminar por las calles desconchadas del centro de La Habana: la que se paga en peso cubano, lejos de las miradas curiosas del turista, donde se da la vida de las putas, de los travestis, de los homosexuales, de los pobres, de los miserables, de los negros, de los blancos, de los mulatos, de las jineteras, el turismo sexual, las fachadas derruidas, las heridas que causaron los sueños incumplidos, los apagones, los electrodomésticos rusos, los autos viejos, la santería, el hambre, las contradicciones, la imposibilidad del amor, la risa, la carcajada, el griterío de ventana a ventana, el Sol.
¿Qué es lo que tiene Cuba que no tenga el resto del mundo? Es difícil de explicar. Hay como una alegría, una confianza. Es una sociedad basada en las relaciones humanas, no en el dinero. En la Habana el espectáculo humano es estridente: Violenta y tierna. Un hormiguero en plena ebullición, decorado con fachadas neoclásicas carcomidas por el salitre, una basura omnipresente, las prendas de colores que cuelgan en los balcones, el ruido y la furia del sol que hierve cráneos. Algunos dicen que, más pronto que tarde, La Habana se convertirá en un Nueva York caribeño tal y como deseó el escritor cubano Reinaldo Arenas: una metrópoli en todo su esplendor, con fabulosos teatros, restaurantes de todo tipo e inmensos mercadillos populares. Otros la comparan con Barcelona y esperan que la cultura y el mar se fundan en una urbe moderna y cosmopolita. Los más pesimistas hablan de Miami, Puerto Rico o Santo Domingo, los espejos urbanos más cercanos.
En Cuba nadie tiene prisa porque nadie va a ningún lado, todos parecen tramar algo en la quietud alborotada de las calles: ese negro con porte de boxeador que te mira amenazante, ese viejo santero que parece hablar con las abejas y hasta esa mulata despampanante que se contonea con superioridad y alevosía. Caminábamos. En la mano llevaba un habana siete años. Cuando sólo queda sobrevivir, el sexo y la bebida ayudan a seguir viviendo. Muy abierta y cariñosa: no paso ni cinco minutos y ella ya me estaba abrazando, besando y diciéndome “papi, te quiero”, y eso me encantaba. Eso encanta a todos los hombres de todas partes. Era preferible a tener la leche en la pinga. Era preferible a no tener ni un fula en la cartera. Era preferible a ser unos muertos de hambre. Era preferible a no tener alimento para los niños. No importa cuánto trabajo o estudio tengan como responsabilidades, los hijos están por delante de todo. Caminamos. Era el 14 de febrero o día de San Valentín. Ella caminaba de manera muy presumida, delicada y fuerte a la vez. La antillana olía a seducción desde la misma forma de caminar, la forma de hablar y de ser, todo seduce, hasta su fiereza en la vida, y eso no se puede negar. La sexualidad y la alegría de vivir como una partícula que flota en medio de la explosión que supuso la Revolución.
En el edificio habíamos dejado a Raulito. No Raul Castro. No. Otro. Uno cualquiera. No el hermano de Fidel Castro. No. No era uno de la familia Castro. No, nada de eso. Todo lo contrario. Raulito era uno y muchos. Como todos los cubanos. El Raulito escritor de poemas, el escritor de cuentos, el novelista, el esposo y el papá de los dos nenes de la casa y el papá de la otra niña que no está en la casa, y el pedrito hijo de Martha y el hijo de Tomás, que son bien distintos hijos, por cierto. Y el Raulito chofer en La Habana hablando de neumáticos y modelos de autos con los otros choferes, y el Raulito del edificio.
Vente, me dijo. Camine de la mano de Sandra que apenas tenía veintitrés años, cuyo físico exótico y natural me dejo embobado en cuanto la vi. Su vida, como la de Raúl y como la de todo cubano, experimentó un punto de no retorno a partir del llamado periodo especial de los años noventa, años de hambre y penurias coincidentes con la desintegración del gran aliado: la Unión Soviética. En ese momento hubo una decepción generalizada. Tras la caída de la URSS la vida cambió abruptamente, violentamente. Hasta ese momento había un gobierno paternalista, pero de repente cayó y fue un shock. No había nada para comer, todo se volvió difícil. Muy difícil. Sandra era una negra fina. No era una negra cualquiera. Pero me seguía la corriente. En la cama era tan loca como yo. Ella se recostó a una columna y abrió las piernas. Estábamos en el Malecón. Eje neurálgico de tantas borracheras, orgías y excesos. A la luz de la luna y con la brisa del mar como testigo es muy apasionante. El tráfico frente al mar es una desordenada melodía de añejos Cadillacs, de taxis con forma de coco para turistas y de bicicletas vestidas de olas deshilachadas. Tenía una falda amplia que le llegaba a los tobillos. Me acomode de frente. Lo recuerdo. Saque mi pene, que estaba duro apenas ella me tomo de la mano, y allí mismo copulamos frenéticamente, mordiéndome por el cuello. Intensa la mulata. Aquello era tremendo. Algo totalmente humano. Era como estar metido dentro de una película pornográfica.
Emprendimos el regreso al edificio. Íbamos muy felices. Las féminas de la Isla tienen la mezcla perfecta: la humildad de quién trabaja desinteresadamente y el orgullo de quién lo hace bien. Algunos pensarán que exagero o que soy morboso. Pues no. Ni lo uno ni lo otro. Me gusta ser positivo. Estoy convencido de que esta aventura tremenda y terrible que es la vida sólo podemos transitarla con un pensamiento constructivo y positivo. De lo contrario no merece la pena.
Llegamos al edificio. Sucio, irremediablemente sucio. Con tremenda peste a mugre. Arruinado, cayéndose a pedazos. Al margen de les recorridos turísticos. Edificio que bosteza ventanas sin cristal, puertas rotas, agujeros. En los soportales, entre columnas grecorrenacentistas, rostros vivarachos venden ron clandestino y barato, un licor turbio y amarillento que sabe a petróleo y a fuego. Realidad pura y dura. Y sucia, irremediablemente sucia. Allí estaba Raúlito. Un negro muy alto con gesto fruncido pero amable, luciendo en su brazo derecho un tatuaje de una serpiente enroscada en una espada. No era su padrote. Tampoco su novio. Era su marido. Quien no se puso celoso como un perro. Tampoco le entraban deseos de acabar con nosotros. Cuando el bolsillo aprieta lo más viable es mandar pa´la pinga los celos. No tenían ni un centavo arriba. Sólo tenían unas pocas monedas, y un hambre desesperante. Y le dio los dólares y una botella de habana siete años. Otra. La otra había pasado a nuestros organismos. Raulito inmediatamente nos sirvió. La invitación se convirtió en una fiesta colectiva de tragos, baile y disfrute de los tres. Habíamos congeniado bien.
Tarde que temprano tuve que partir a México. Le deje a Sandra y Raulito con dinero suficiente como para no trabajar un buen tiempo y no les faltaran ni tabaco ni ron y mucho menos que comer. Augusto Sebastian [email protected]
¿Qué es lo que tiene Cuba que no tenga el resto del mundo? Es difícil de explicar. Hay como una alegría, una confianza. Es una sociedad basada en las relaciones humanas, no en el dinero. En la Habana el espectáculo humano es estridente: Violenta y tierna. Un hormiguero en plena ebullición, decorado con fachadas neoclásicas carcomidas por el salitre, una basura omnipresente, las prendas de colores que cuelgan en los balcones, el ruido y la furia del sol que hierve cráneos. Algunos dicen que, más pronto que tarde, La Habana se convertirá en un Nueva York caribeño tal y como deseó el escritor cubano Reinaldo Arenas: una metrópoli en todo su esplendor, con fabulosos teatros, restaurantes de todo tipo e inmensos mercadillos populares. Otros la comparan con Barcelona y esperan que la cultura y el mar se fundan en una urbe moderna y cosmopolita. Los más pesimistas hablan de Miami, Puerto Rico o Santo Domingo, los espejos urbanos más cercanos.
En Cuba nadie tiene prisa porque nadie va a ningún lado, todos parecen tramar algo en la quietud alborotada de las calles: ese negro con porte de boxeador que te mira amenazante, ese viejo santero que parece hablar con las abejas y hasta esa mulata despampanante que se contonea con superioridad y alevosía. Caminábamos. En la mano llevaba un habana siete años. Cuando sólo queda sobrevivir, el sexo y la bebida ayudan a seguir viviendo. Muy abierta y cariñosa: no paso ni cinco minutos y ella ya me estaba abrazando, besando y diciéndome “papi, te quiero”, y eso me encantaba. Eso encanta a todos los hombres de todas partes. Era preferible a tener la leche en la pinga. Era preferible a no tener ni un fula en la cartera. Era preferible a ser unos muertos de hambre. Era preferible a no tener alimento para los niños. No importa cuánto trabajo o estudio tengan como responsabilidades, los hijos están por delante de todo. Caminamos. Era el 14 de febrero o día de San Valentín. Ella caminaba de manera muy presumida, delicada y fuerte a la vez. La antillana olía a seducción desde la misma forma de caminar, la forma de hablar y de ser, todo seduce, hasta su fiereza en la vida, y eso no se puede negar. La sexualidad y la alegría de vivir como una partícula que flota en medio de la explosión que supuso la Revolución.
En el edificio habíamos dejado a Raulito. No Raul Castro. No. Otro. Uno cualquiera. No el hermano de Fidel Castro. No. No era uno de la familia Castro. No, nada de eso. Todo lo contrario. Raulito era uno y muchos. Como todos los cubanos. El Raulito escritor de poemas, el escritor de cuentos, el novelista, el esposo y el papá de los dos nenes de la casa y el papá de la otra niña que no está en la casa, y el pedrito hijo de Martha y el hijo de Tomás, que son bien distintos hijos, por cierto. Y el Raulito chofer en La Habana hablando de neumáticos y modelos de autos con los otros choferes, y el Raulito del edificio.
Vente, me dijo. Camine de la mano de Sandra que apenas tenía veintitrés años, cuyo físico exótico y natural me dejo embobado en cuanto la vi. Su vida, como la de Raúl y como la de todo cubano, experimentó un punto de no retorno a partir del llamado periodo especial de los años noventa, años de hambre y penurias coincidentes con la desintegración del gran aliado: la Unión Soviética. En ese momento hubo una decepción generalizada. Tras la caída de la URSS la vida cambió abruptamente, violentamente. Hasta ese momento había un gobierno paternalista, pero de repente cayó y fue un shock. No había nada para comer, todo se volvió difícil. Muy difícil. Sandra era una negra fina. No era una negra cualquiera. Pero me seguía la corriente. En la cama era tan loca como yo. Ella se recostó a una columna y abrió las piernas. Estábamos en el Malecón. Eje neurálgico de tantas borracheras, orgías y excesos. A la luz de la luna y con la brisa del mar como testigo es muy apasionante. El tráfico frente al mar es una desordenada melodía de añejos Cadillacs, de taxis con forma de coco para turistas y de bicicletas vestidas de olas deshilachadas. Tenía una falda amplia que le llegaba a los tobillos. Me acomode de frente. Lo recuerdo. Saque mi pene, que estaba duro apenas ella me tomo de la mano, y allí mismo copulamos frenéticamente, mordiéndome por el cuello. Intensa la mulata. Aquello era tremendo. Algo totalmente humano. Era como estar metido dentro de una película pornográfica.
Emprendimos el regreso al edificio. Íbamos muy felices. Las féminas de la Isla tienen la mezcla perfecta: la humildad de quién trabaja desinteresadamente y el orgullo de quién lo hace bien. Algunos pensarán que exagero o que soy morboso. Pues no. Ni lo uno ni lo otro. Me gusta ser positivo. Estoy convencido de que esta aventura tremenda y terrible que es la vida sólo podemos transitarla con un pensamiento constructivo y positivo. De lo contrario no merece la pena.
Llegamos al edificio. Sucio, irremediablemente sucio. Con tremenda peste a mugre. Arruinado, cayéndose a pedazos. Al margen de les recorridos turísticos. Edificio que bosteza ventanas sin cristal, puertas rotas, agujeros. En los soportales, entre columnas grecorrenacentistas, rostros vivarachos venden ron clandestino y barato, un licor turbio y amarillento que sabe a petróleo y a fuego. Realidad pura y dura. Y sucia, irremediablemente sucia. Allí estaba Raúlito. Un negro muy alto con gesto fruncido pero amable, luciendo en su brazo derecho un tatuaje de una serpiente enroscada en una espada. No era su padrote. Tampoco su novio. Era su marido. Quien no se puso celoso como un perro. Tampoco le entraban deseos de acabar con nosotros. Cuando el bolsillo aprieta lo más viable es mandar pa´la pinga los celos. No tenían ni un centavo arriba. Sólo tenían unas pocas monedas, y un hambre desesperante. Y le dio los dólares y una botella de habana siete años. Otra. La otra había pasado a nuestros organismos. Raulito inmediatamente nos sirvió. La invitación se convirtió en una fiesta colectiva de tragos, baile y disfrute de los tres. Habíamos congeniado bien.
Tarde que temprano tuve que partir a México. Le deje a Sandra y Raulito con dinero suficiente como para no trabajar un buen tiempo y no les faltaran ni tabaco ni ron y mucho menos que comer. Augusto Sebastian [email protected]