Todos los días pasaba cerca de ella, me detenía un momento para admirar las hermosas plantas que se desperezaban ante los rayos temblorosos del sol, el trino de las aves era un agradecimiento al nuevo día, a la vida. La pequeña fuente arrojaba escasas y escandalosas gotas, vanidosa, trataba de llamar la atención de todos los que pasaban por ahí. La figura menuda de la señora arreglando las jaulas, platicando con los pájaros y las flores, era algo cotidiano, formaba parte del paisaje de la calle, de la colonia, de los vecinos, me acostumbré a caminar despacio, disfrutando ese olor que desprendía cada una de las partes que conformaban ese pequeño lugar llamado jardín. No era una casa grande, más bien, muy pequeña para todo lo que albergaba, como una pequeña casa de muñecas, nunca entré en ella, solo me limitaba a dar los buenos días y sonreír a la dueña del edén, tantos años de conocerla y no recuerdo su nombre, solo sé que la llamaban “la señora de la casa de la fuente”. Las jaulas ocupadas por los canarios de diferentes colores, los periquitos australianos, las ninfas y hasta una cacatúa llenaban de ruidos cantarinos la empedrada calle, era imposible transitar cerca de la reja y no volver la vista para buscar al pájaro de melodioso canto que parecía concursar con sus vecinos de la jaula de al lado. Los domingos, la casa se llenaba de la visita de la familia, los nietos, los hijos, una gran algarabía, una familia numerosa y unida que llegaban a acompañar a la matriarca. No todas las familias se reúnen para convivir un momento, nos volvemos solitarios aun cuando somos muchos hermanos, nos buscamos poco, nos alejamos a veces con motivos y otras sin ellos. Por ello, mirar a la familia de la casa de la fuente daba gusto. De pronto, un día, la casa se quedó vacía, no fue algo que ocurrió de la noche a la mañana, la casa cerró sus puertas, no se volvieron a ver las jaulas, no se escucharon más los pájaros, la fuente dejó de reír, las gotas no se asomaron más, las ventanas bajaron las cortinas, como si la vida se hubiese llevado todo, se mudó a… en realidad, nadie sabe a dónde, si cambió el escenario a otro lugar o desapareció sin dejar rastro. Después, la fuente no apareció más, el piso fue removido, en realidad nos dimos cuenta tarde que todo había cambiado, la fachada no era la misma, aun cuando la puerta seguía igual, las rejas, el frente, la calle, la señora de la fuente no se volvió a mirar cuidando sus plantas, conversando con sus pájaros. La fachada no es igual, nada, nada de lo conocido es igual. Dejé de transitar por ahí, no soy tan fuerte como a veces creo ser, esa ausencia me recuerda a mi madre, así la veía cada mañana, regañando a sus plantas si no floreaban, chuleando el canto de sus cenzontles, de sus primaveras, de sus jilgueros y canarios, enseñando a Archibaldo, su cotorro a decir malas palabras, mi madre partió físicamente de esta casa, que no ha cambiado nada, se mantiene como ella la dejó, sin sus pájaros, pero sí con sus plantas, que cuido, no como ella lo hacía, pero aquí siguen. No he visto más a la señora de la fuente, hoy pasé por su casa, la miré con otro color, bien maquillada, resanadas sus grietas, derechitos los barrotes de la reja, las ventanas luciendo otros ropajes, pero a pesar del arreglo, se mira triste, no sé, parece decir que no quería vestirse de joven, si hace más de 30 años que nació en estos llanos, esta colonia se llenó de casas, de familias que llegaron de todos lados y de ninguno a la vez, he visto cómo han cambiado las fachadas, las entradas, algunas casas se han ampliado, otras permanecen igual, una que otra ya no está. Como cambia la casa, la vida cuando la madre se va, creo que dentro de las paredes se queda esa esencia, se esconden en las rendijas los recuerdos para no ser echados de ahí, para no mudarse a otros lugares, por las noches cuando todo es silencio, salen, cuchichean, no duermen, recorren cada parte de la casa, extrañan a los que no regresarán, a veces, creo escuchar los pasitos de mi madre, puedo percibir su perfume, y veo las flores bailar. Hoy, la señora de la fuente no sé dónde estará, espero no se dé cuenta que su paraíso no existe más, estoy segura que las casas tienen alma y vivirá donde fue feliz. Escribe: Lorena Reséndiz
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