Estimada/o lector/a: tengan ustedes un magnífico día. Quería escribir esta semana sobre el “regreso a clases” voluntario; de la carta responsiva que fue ideada “por los de allá abajo” y no por quien está arriba de todos, o eso cree quien no se vive como clasista ni racista, pero anda por la vida exigiendo disculpas a españoles, austriacos, neoliberales y conservadores, o pidiéndole perdón a los indígenas mexicanos por la ocupación militar española de 1521, dado que el presidente desciende de españoles (imagino que por eso). Así lo dijo el primer mandatario el 13 de este mes, y para desagraviar al “pueblo bueno” inauguró la maqueta monumental del Templo Mayor de Tenochtitlan en el Zócalo de la Cdmx hasta donde llegaron todos los que quisieron y cupieron, con cepa Delta de Covid o sin ella, para ver tan maravilloso espectáculo. Todo lo anterior, sin importar que la ola de contagios estuviera en sus peores cifras, total, el uso de la mascarilla Kn95 o tricapa no es obligatoria.
Lo terrible es que esta pandemia de Covid-19, original o modificada, me recordó el ingeniero del IPADE Hildebrando González Martínez, se conoció desde 2018; atacó país por país de China a Occidente; supimos de sus estragos por Europa y EEUU, y también conocimos lo que había qué hacer para mantenernos fuera del alcance del virus. Conocimos de la coagulación y la inflamación que matan y de las enfermedades crónicas que agravan los síntomas del Covid hasta causar la muerte. Nuestros Tlatoanis supieron todo y actuaron de la peor manera, negligentes, resultando en la muerte de cientos de miles de mexicanos y los que se vayan sumando.
Pero volvamos a la toma de Tenochtitlan: la “gran” ocupación española fue de 400 soldados españoles 15 caballos y 7 cañones. En cambio, el imperio Azteca, el mayor de Mesoamérica contaba 15 millones de almas. Cortés aprovechó que las naciones conquistadas y sometidas por los Aztecas, tribus asesinadas, saqueadas y hostigadas por ellos para celebrar sus guerras floridas y sacrificios humanos, cuya sangre vertida alimentaba a su dios Huichilopochtli, estaban hartos de aquella situación. Sus jefes calcularon que si se aliaban a aquellos hombres rubios, que no dioses, podrían vencer a un dubitativo Moctezuma que sí estaba convencido de que Hernán Cortés era Quetzalcóatl y que regresaba de allende el mar para recuperar su trono, corona y privilegios. De ahí que Moctezuma interrumpiera con sus enviados la marcha de Cortés y sus decenas de miles de aliados hacia Tenochtitlan, para llevarle lo más valioso del reino. Deje usted el oro; lo más valioso de Moctezuma era su fe en el hombre rubio, confianza en la que arrastró a casi todo su pueblo: Lo recibieron los Aztecas como al Gran Tlatoani.
Deje de lado los 7 cañones. Los españoles trajeron con ellos un arma mucho más letal: la viruela que mató entre 2 y 3.5 millones de nativos. Obvio, los europeos resistieron por el “efecto rebaño”, o sea el contacto permanente con el virus Variola, cuya transmisión requiere de un contacto bastante estrecho. Pero aquí López Gatell nunca supo explicar este fenómeno, o no quiso hacerlo, o tenía otros datos.
Mucho enojo se acumuló entre los mexicanos que siguen esperando que venga un Tlatoani a salvarnos. Y al igual que aquellos antiguos indígenas (no mexicanos) le dieron su confianza y le ofrecieron la silla presidencial a otro hombre que se dijo el puro, el salvador. E igualmente, de Oriente llegó cabalgando un virus desconocido que amenazó a toda la humanidad, pero que en México ha cobrado más vidas de las que hubiéramos esperando. Se manejó muy mal la situación. Se anunció que no era necesario el cubrebocas; el tlatoani dijo que a él no le daría la enfermedad porque estaba protegido por sus reliquias. El pueblo mexicano bajó la guardia y la gente comenzó a morir en las cercanías de los hospitales. Hoy estamos viviendo otra curva peligrosa y el gobierno juega con la danza de las vacunas; pide exponer a maestros y niños (asintomáticos en su mayoría) a un regreso a clases sin tomar las medidas necesarias para ello. Vacunen, saniticen, gasten en eso, y luego hablamos.
Guadalupe Elizalde
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