¿Alguna vez te has preguntado querido lector lo que una mesa contaría en sus memorias? No ¿Verdad? Existen en casa objetos tan cotidianos que pocas veces reparamos en ellos, quizá quien tendría más historias que contar sería una cama, algunas serían imposibles de revelar, casi, casi sería un secreto de confesión.
Hoy quiero hablar de la mesa, ese lugar de reunión de las familias en la cual convergen historias tan variadas, aderezadas con los platillos que sobre ella se saborean. Hablaré de la historia de la mesa de mi familia. La recuerdo perfectamente bien, fue la primera mesa que compró mi padre al casarse con mi madre allá por los años sesenta. Era una mesa de cuatro sillas, de un blanco inmaculado, con una franja naranja alrededor, creo que mi padre no pensó que no tendría solo dos hijos. Mi lugar favorito era el principal, al frente, porque me embelesaba escuchar las historias de mi padre y saborear los guisos de mi madre.
No teníamos una televisión, ni tampoco una sala, la mesa del comedor suplía todo eso. Mi madre canturreaba canciones de Bienvenido Granda mientras hacía la comida, cerca de ella, observaba como sus manos ágiles movían con gran amor las cazuelas de barro, mientras a su vez pelaba tomates, limpiaba frijoles, barría la pequeña casa, lavaba trastes, regañaba a las gallinas, piropeaba a sus pájaros; incansable era esa mujer menuda, de risa cascabelera y ojitos de sueño.
Pronto, la mesa fue insuficiente para sentar a seis chamacos, que más que comer, devoraban en un instante todo lo que le costó a mi madre preparar por varias horas. Después, en la sobremesa, que casi nadie le llamaba así, nos quedábamos quietos a escuchar las historias que mi madre contaba, trataba de asustarnos, decía que en su tierra, Tula, Tamaulipas, los chamacos rezongones eran castigados de una manera muy fea, relataba que una muchacha era muy rebelde con su mamá y no obedecía, un buen día, se salió enojada y su madre se quedó llorando, apenas salió de casa, la tierra se abrió y se la tragó, apenas si asomaba la cabeza, con los ojos rojos y los pelos parados, trataron de sacarla pero no pudieron, hasta que le hablaron al cura y éste llegó, le echó agua bendita y la tierra se la tragó. Imaginar la escena era bastante impactante, pero para mis hermanos y yo, eso era irreal, la mirábamos con ternura, y fingíamos creerle.
Mi padre, por el contrario, nos hablaba de su abuelito que nadie supo de dónde provenía pero vivía en un ranchito dejado de la manos de Dios en Querétaro, decía que ese señor llamado Nabor tenía poderes mágicos, que sabía karate, que con una pedazo de carrizo sacaba hermosas melodías, que en el lugar dónde nació habían vivido gigantes, también nos contó que cuando era muy niño hizo erupción el volcán del Paricutín, que se veían volar las piedras ardiendo, también nos contaba que él jugaba con los duendes allá por la nopalera, que los correteaba alrededor de la cerca y que eran como niños traviesos, cuando se cansaban desaparecían en un nopal muy grande. Alrededor de la mesa las caras emocionadas de mis hermanos era la imagen más hermosa que guardo en mi memoria.
También esa mesa recogió las lágrimas de mi madre cuando se enfermaban las gallinas, cuando mi padre se enojaba, cuando alguien de la familia enfermaba, cuando extrañaba su tierra, cuando alguno de sus hijos enfermaba, cuando el dinero no alcanzaba, cuando le contaba a mi papá que estaba otra vez esperando bebé, cuando, cuando, cuando, era interminable la lista. La mesa escuchaba todas esas historias, también se entristeció al ver sus sillas maltratadas por el uso y los juegos de los chamacos: esa mesa me acompañó en mi infancia, en ella hacía mis tareas, mis dibujos, empezaba a escribir mis primeras historias, mis primeras poesías y cuentos.
Cuando crecí y pude ayudar a mis padres, compré un comedor más grande, más bonito, con más sillas, pero ya nada fue igual, los críos crecieron, pocas veces coincidíamos a la hora de la comida, por estudios, trabajos, por la prisa, por mil cosas, la mesa del comedor se fue quedando vacía, solo la acompañaba mi madre, platicaba con ella y recuerdo haberla oído decir que extrañaba su vieja mesa, las horas en las cuáles todos sus hijos apenas alcanzaban a mirar, y los infinitos ¿Por qué mami? ¿Cómo lo sabes? ¿Tú lo viste? ¿Cuándo pasó? Etc, etc.
Hoy mi mesa también se ha quedado sola, la veo enorme, mis hijos también hicieron historia en ella, pero cada uno tiene su propia mesa que está forjando su propia vida, que algún día tendrá memorias para contar o guardar. También hoy la mesa familiar ha cambiado de lugar, no es tan necesaria en las familias de hoy, se pude comer en la cama, en la sala, en la cocina, en el suelo, sin embargo la mesa del comedor, desde la más humilde hasta la más lujosa sigue siendo ese punto de reunión de las familias, como el sitio más querido, más divertido, como ese amor inolvidable que se lleva en la memoria. Por las noches, cuando todo está en silencio, me siento junto a ella, acaricio sus patas, sonrió, recuerdo que lleva muchos años en pie, a veces rechina, se queja, pero estoica se mantiene firme, igual que mis padres, que siempre que se sentaban a contar historias, la mesa era el cayado que sostenía la conversación y quizá también se reía de escuchar a mi madre tratando de convencer a sus 10 chamacos que en su tierra todos los hijos eran obedientes con sus padres, porque de lo contrario, se los tragaría la tierra.
Ojalá queridos lectores, vuelvan sus ojos y su memoria a su mesa y recuerden cuál es la historia que podría contar.
Escribe: Lorena Reséndiz
Hoy quiero hablar de la mesa, ese lugar de reunión de las familias en la cual convergen historias tan variadas, aderezadas con los platillos que sobre ella se saborean. Hablaré de la historia de la mesa de mi familia. La recuerdo perfectamente bien, fue la primera mesa que compró mi padre al casarse con mi madre allá por los años sesenta. Era una mesa de cuatro sillas, de un blanco inmaculado, con una franja naranja alrededor, creo que mi padre no pensó que no tendría solo dos hijos. Mi lugar favorito era el principal, al frente, porque me embelesaba escuchar las historias de mi padre y saborear los guisos de mi madre.
No teníamos una televisión, ni tampoco una sala, la mesa del comedor suplía todo eso. Mi madre canturreaba canciones de Bienvenido Granda mientras hacía la comida, cerca de ella, observaba como sus manos ágiles movían con gran amor las cazuelas de barro, mientras a su vez pelaba tomates, limpiaba frijoles, barría la pequeña casa, lavaba trastes, regañaba a las gallinas, piropeaba a sus pájaros; incansable era esa mujer menuda, de risa cascabelera y ojitos de sueño.
Pronto, la mesa fue insuficiente para sentar a seis chamacos, que más que comer, devoraban en un instante todo lo que le costó a mi madre preparar por varias horas. Después, en la sobremesa, que casi nadie le llamaba así, nos quedábamos quietos a escuchar las historias que mi madre contaba, trataba de asustarnos, decía que en su tierra, Tula, Tamaulipas, los chamacos rezongones eran castigados de una manera muy fea, relataba que una muchacha era muy rebelde con su mamá y no obedecía, un buen día, se salió enojada y su madre se quedó llorando, apenas salió de casa, la tierra se abrió y se la tragó, apenas si asomaba la cabeza, con los ojos rojos y los pelos parados, trataron de sacarla pero no pudieron, hasta que le hablaron al cura y éste llegó, le echó agua bendita y la tierra se la tragó. Imaginar la escena era bastante impactante, pero para mis hermanos y yo, eso era irreal, la mirábamos con ternura, y fingíamos creerle.
Mi padre, por el contrario, nos hablaba de su abuelito que nadie supo de dónde provenía pero vivía en un ranchito dejado de la manos de Dios en Querétaro, decía que ese señor llamado Nabor tenía poderes mágicos, que sabía karate, que con una pedazo de carrizo sacaba hermosas melodías, que en el lugar dónde nació habían vivido gigantes, también nos contó que cuando era muy niño hizo erupción el volcán del Paricutín, que se veían volar las piedras ardiendo, también nos contaba que él jugaba con los duendes allá por la nopalera, que los correteaba alrededor de la cerca y que eran como niños traviesos, cuando se cansaban desaparecían en un nopal muy grande. Alrededor de la mesa las caras emocionadas de mis hermanos era la imagen más hermosa que guardo en mi memoria.
También esa mesa recogió las lágrimas de mi madre cuando se enfermaban las gallinas, cuando mi padre se enojaba, cuando alguien de la familia enfermaba, cuando extrañaba su tierra, cuando alguno de sus hijos enfermaba, cuando el dinero no alcanzaba, cuando le contaba a mi papá que estaba otra vez esperando bebé, cuando, cuando, cuando, era interminable la lista. La mesa escuchaba todas esas historias, también se entristeció al ver sus sillas maltratadas por el uso y los juegos de los chamacos: esa mesa me acompañó en mi infancia, en ella hacía mis tareas, mis dibujos, empezaba a escribir mis primeras historias, mis primeras poesías y cuentos.
Cuando crecí y pude ayudar a mis padres, compré un comedor más grande, más bonito, con más sillas, pero ya nada fue igual, los críos crecieron, pocas veces coincidíamos a la hora de la comida, por estudios, trabajos, por la prisa, por mil cosas, la mesa del comedor se fue quedando vacía, solo la acompañaba mi madre, platicaba con ella y recuerdo haberla oído decir que extrañaba su vieja mesa, las horas en las cuáles todos sus hijos apenas alcanzaban a mirar, y los infinitos ¿Por qué mami? ¿Cómo lo sabes? ¿Tú lo viste? ¿Cuándo pasó? Etc, etc.
Hoy mi mesa también se ha quedado sola, la veo enorme, mis hijos también hicieron historia en ella, pero cada uno tiene su propia mesa que está forjando su propia vida, que algún día tendrá memorias para contar o guardar. También hoy la mesa familiar ha cambiado de lugar, no es tan necesaria en las familias de hoy, se pude comer en la cama, en la sala, en la cocina, en el suelo, sin embargo la mesa del comedor, desde la más humilde hasta la más lujosa sigue siendo ese punto de reunión de las familias, como el sitio más querido, más divertido, como ese amor inolvidable que se lleva en la memoria. Por las noches, cuando todo está en silencio, me siento junto a ella, acaricio sus patas, sonrió, recuerdo que lleva muchos años en pie, a veces rechina, se queja, pero estoica se mantiene firme, igual que mis padres, que siempre que se sentaban a contar historias, la mesa era el cayado que sostenía la conversación y quizá también se reía de escuchar a mi madre tratando de convencer a sus 10 chamacos que en su tierra todos los hijos eran obedientes con sus padres, porque de lo contrario, se los tragaría la tierra.
Ojalá queridos lectores, vuelvan sus ojos y su memoria a su mesa y recuerden cuál es la historia que podría contar.
Escribe: Lorena Reséndiz