Visitar la Ciudad de México es una odisea, una aventura y un acto temerario, sin embargo, caminar por sus calles, admirar los edificios coloniales, las fachadas, los escudos en los portones de algunas casas, mirar ondear la monumental bandera en la Plaza Constitución, la majestuosidad de Palacio Nacional y la Catedral Metropolitana hacen que cualquiera que se detiene a admirar esta ciudad se sienta orgulloso de ser mexicano. Caminar por la calle de Madero es adentrarse a un mundo fascinante, ahí convergen personas de distintas nacionalidades, etnias, culturas y subculturas, modas, oficios y demás. Visitar los museos, las exposiciones, escuchar a los comerciantes gritar lo que ofrecen, incluso hasta los plantones instalados en diversos puntos de la plaza, ofrecen un pintoresco espectáculo.
No todo es agradable, cerca de la embajada de los Estados Unidos, del monumento a la Madre, monumento a la Revolución y de una famosa funeraria que es la preferida de la gente del medio artístico, se encuentra la famosa calle de Sullivan, ahí es uno de los puntos rojos de la ciudad, donde se ejerce el oficio más antiguo del mundo, conocido como el “paradero de las mujeres de Sullivan” es imposible caminar por esa calle y no voltear a ver a las féminas que muestran su oficio a través de su ropa, su maquillaje, las zapatillas de altos tacones, las pelucas y sobre todo la mirada, en algunas perdida, en otras de inmensa tristeza, otras más de indiferencia, miradas dolorosas, sonrisas fingidas que invitan a los transeúntes a disfrutar un momento de placer. Se encuentran mujeres de todas las edades, la prostitución no tiene límite de edad, duele ver a mujeres casi niñas, casi de la tercera edad y más, bonitas y no, delgadas, con sobrepeso, marchitas, educadas y muchas no.
Cerca de ellas se encuentra la “madrota”, mujer que se encarga de instruirlas en el oficio, con mirada vigilante observa cada paso que dan, quién se acerca, revisa el tiempo que tardan hablando con un posible cliente y si tardan más de lo permitido, se acerca a ahuyentar a quien no va a dejar ganancia. Más allá está quien las administra, a quienes llaman “el padrote” el hombre que las explota, que ejerce el poder y control sobre ellas, el taxista que se encarga de llevarlas y traerlas, vigilarlas y denunciar si no realizan lo que se les pide. Mención aparte están los policías, que parece que no ven nada, que no tienen ojos ni autoridad cuando una de estas mujeres es golpeada a plena luz del día por infringir las reglas, una red de corrupción que no tiene límites ni conoce la justicia.
Muchas de estas mujeres son traídas con engaños, otras son forzadas por medio de la violencia física y mental, muy pocas están ahí por su voluntad, caminando hacia el monumento a la Madre me topé con una de estas mujeres, nos miramos a los ojos y noté en ella algo que llamó mi atención, le sonreí y quizá le inspiré confianza, caminamos unos pasos y le ofrecí el vaso de fruta que llevaba, con dificultad me dijo que no podía comer, traía la boca hinchada, algunos moretones en los brazos y en la cara, le pregunté su nombre y me dijo que la llamara Cony, me dijo que era de Querétaro y que un novio la había metido en ese mundo de la prostitución, no pudimos platicar más porque solo me pidió una ayuda de cien pesos que no le pude negar, la vi alejarse diciéndome adiós con la mano en alto, sé que la ayuda que pidió no es precisamente para comprar alimentos, quizá le sirva para evadir por unos momentos su realidad.
Parece la historia de una de mis novelas, pero no, es algo que se vive todos los días en las calles de Sullivan, en el famoso barrio de la Merced, en otros tantos puntos de este México que está envuelto en la corrupción, la indiferencia, la prostitución es un veneno que corrompe a tantas y tantas familias y nadie quiere darse cuenta. Por cierto, lo que me llamó la atención de esta chica es que no nació siendo mujer.
Escribe: Lorena Reséndiz Mendoza