Llegar a una edad después de los setenta años para muchas personas es un don de vida, un cúmulo de experiencias, de caminos recorridos, de historias, de recuerdos, de alegrías y llenar los bolsillos de cuentos. Llegar lúcido, con ganas de seguir viviendo, con salud, con paz, con amor, con familia, con alguien que te tome de la mano y te mire a los ojos con amor, con paciencia y con ternura, con la solidez de la confianza, del compañerismo y de la tolerancia y de la compañía y la complicidad de seguir haciendo travesuras a veces como lo hacen los niños. Esa debería ser la edad adulta de la que mucho se habla: actualmente no sé es viejo, es un término despectivo, es mucho más rimbombante llamar “adulto mayor” al que rebasa la edad de la madurez.
Adulto mayor, no me gusta el término, como tampoco decir de la tercera edad, anciano mucho menos, basta con decir una persona de tantos años, así de simple, sin motes ni adjetivos. Lo verdadero que me ocupa de este término es que tal parece que envejecer es un pecado, porque nos volvemos obsoletos, invisibles para algunos hijos y familias, estorbos, molestias, una carga, lo indeseable, lo inevitable, lo que fastidia y apena y lo más terrible, con la soledad como compañía. Nos vamos quedando solos, es la ley de la vida y es una verdad, los hijos vuelan, hacen su vida, forman su camino y es un regalo de vida que se acuerden de los padres, que los acompañen, que estén presentes, que cuiden y amen a quienes les dieron la vida. Sin embargo, no todos los hijos tienen presente a sus progenitores, algunos se deshacen de ellos, como si fueran algo indeseable, he conocido a quienes los abandonan en algún asilo, otros se olvidan del camino que los lleva a casa, otros los dejan a su suerte, pero algo que me ocupa en esta columna y que me indigna es saber de los padres explotados por los hijos.
Si usted querido lector se da una vuelta por el centro de San Juan del Río, encontrará a una mujer sentada en una silla de ruedas, con la mirada apagada, ajena a lo que le rodea, le faltan las piernas, con una canastito en las manos está esperando que alguien deposite una moneda, causa tristeza mirarla, sin una sonrisa en el rostro, a veces en el rayo del sol, otras, en el frio que muerde sin remordimiento su fragilidad, después de varias horas, se acercan unos niños que toman las monedas y van por alguna golosina.
Por la mañana, en Av. Río Moctezuma, antes de llegar a la gasolinera que está antes de cruzar a la Cruz Roja, observo a un hombre de unos ochenta años, sentado en el escalón de una casa, con una guitarra en las manos, a la cual intenta arrancarle unas notas sin conseguirlo, además de entonar una canción que nunca pronuncia, en la misma condición, esperando a alguien que por caridad, lástima o buen corazón deposite una moneda, esto no sería tan aberrante si no fuera la hora en que este hombre está ahí, en ese lugar; seis de la mañana. Ignoro desde que hora esa persona es sentada ahí, con una cobija, un gorro y la guitarra, un hombre que ya casi no camina, que no puede tocar el instrumento musical, que no puede entonar una melodía. Quisiera saber que hijo, hija, familiar, tiene el corazón para realizar ese acto de crueldad hacia estas personas, no sé quienes son, que hicieron en su trayecto de vida, pero sé, que por muy mala o buena que haya sido este ser humano, no merece vivir de esta manera en los años de vida en los cuales tendría que estar en casa, con cuidados, con atención y si no con amor, con calidad de atención.
En que corazón, cabeza, o sentimiento alguien se atreve a sacar a una persona a pedir caridad, sobre todo cuando la vida se le está apagando, ¿Dónde están las leyes que deberían proteger la dignidad humana? No lo entiendo, mis padres ya se adelantaron en el camino, quizá no fui la mejor hija, porque tuve y cometí errores, sin embargo, procuré que los años que pasaron conmigo al final de lo que tenían que vivir, fueron de calidad, de amor y respeto. Espero que mis hijos, no cometan tal atrocidad conmigo, sé que no lo harían porque tienen cimentado el ejemplo de solidaridad con los demás. Le pido al Creador, conservar la lucidez, las fuerzas, la libertad de tomar decisiones, la capacidad de valerme por mí misma hasta el último día de mi vida sin ser un estorbo, una carga y una molestia para los demás.
La vida nos devuelve lo que damos y con intereses muy altos, ser malos hijos, pésimos seres humanos, tiene factura, seamos más bondadosos, cuidemos a quienes alguna vez nos enseñaron a dar los primeros pasos, a decir las primeras palabras, quienes nos formaron y nos miraron llegar lejos y a ser lo que hoy somos. Humanidad y bondad necesita este mundo para no caer en la deshumanización.
Escribe: Lorena Reséndiz