“El hombre débil duda antes de tomar una decisión. El hombre fuerte duda una vez que la ha tomado.” (Karl Kraus)
Se quedó con la duda. Esa que carcome, lacera y lastima. Tras levantarse de ella, creyó que se había tranquilizado lo suficiente como para dejar atrás su duda. Pero no. La duda lo mata. Lo mataba. Lo matará. Lo carcome. Lo carcomerá. Su esposa había muerto por estrangulación, un fenómeno causado por la acción de apretar el cuello, que resulta de comprimir las arterias carótidas o la tráquea, Io cual puede llevar a una persona a la muerte.
Se colocó sobre ella lleno de enjundia. Después de dos que tres madrazos y dos que tres gritos de ambos el pudo someterla en el piso. El estaba encabronado. Ella estaba preocupa. A él la duda lo mata. La posición de la rodilla sobre el vientre le comprimía el pecho, lo que dificultaba la respiración de su esposa que se encontraba en la parte inferior.
El primer efecto de la estrangulación es la comprensión de las arterias carótidas; como la función de estas arterias es abastecer al cerebro de sangre, éste se encuentra privado de oxígeno, lo que a corto plazo causará desmayo, y después la muerte.
Todo sucedía en la habitación matrimonial donde el papel tapiz a comenzado a desgarrarse y las cortinas que le enorgullecían parecen trapos apolillados. Llegó a casa, confundido, balbuceando improperios, con una botella de tequila en la mano. Abrió torpemente el cerrojo de la puerta principal. Dejando la puerta del destartalado Tsuru modelo 99 abierta y el sonido muy alto. Y tirando cuanto se encontró a la vista. Era una bestia frenética. La siguió hasta la habitación matrimonial. La cama matrimonial, el televisor, la mesa de noche, el taburete, el espejo de cuerpo entero, todo estaba apretujado.
Cuando se conocieron ella estaba perdidamente enamorada de él. Ese gran amor no cambio el fatal desenlace. Se consumo el asesinato. Todo sucedía a gritos del marido, y a intentos de ella de quitárselo de encima. Solo intentos de esta. No podía. No le permite levantarse. Estaba a merced de su marido que tenía los ojos hinchados de ira. A merced del enojo y la duda de su marido. A merced de la duda. La duda. La duda que lo estaba matando. Ella no tiene un as bajo la manga para quitárselo de encima. El nunca hubiera tenido la delicadeza de estrangularla con la cortina de esa habitación matrimonial. Estaba fuera de si, con los ojos inyectados de rabia. Nadie la ayudó porque nadie llegó. La duda que lo matará porque se quedó con la duda cuando su esposa murio, a quien Dios tenga en su gloria.
Augusto Sebastián
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