Una ventana a la calle Francisco Javier Mina
Parte II
Así es este territorio de inventiva, lleno de rastros y rostros, donde el sol del tiempo inunda el adoquín, depositando el desvelo del “yotúélnosotros” en el catálogo de secuencias color sepia.
Las batallas y sus protagonistas, el índice de nombres que ensancharon las venas indemnes de este espacio. Los imprescindibles como atinadamente decía Brecht: los que luchan todos los días.
Y tal vez, la coincidencia pública, en la nomenclatura de la calle, sea un brindis a la retentiva popular, un tributo al quehacer cotidiano de los habitantes de Barrio Mina, un ejemplo análogo a la tenacidad de Francisco Javier Mina, el luchador y guerrillero vasco que refrendó con su sangre el fervor hacia México, en la Guerra de Independencia.
Este cuaderno de hombres de carne y hueso, actores de este teatro inevitable y cotidiano, forjadores del siempre: sanjuanenses por nacimiento, por adopción, pero todos marcando sus huellas en los hilos de la historia.
Como no guiar las letras hacia el famoso “Fuky”, promotor entusiasta del deporte. Atendiendo la agencia de bicicletas, en donde todavía se esconden los ansiados días de ensueño, de quienes acudían religiosamente a rentar su bicicleta, dispuestos a la aventura. Desafortunadamente no me tocó vivir esos añorados años, sin embargo me he inoculado de las voces que anidan esas anécdotas.
Hablar de “Alfonso”, “Los Conchos”, “Motos Díaz, todos ellos pioneros de los talleres de motocicletas, los que caracterizaron aún más este enclave, este armonioso y singular esbozo de la ciudad. La estridencia de las motocicletas, el tinte negruzco que resbalaba sobre el tímido cemento, el aceite bordando las paredes, descendiendo en manchas hasta el suelo como si fuera la traza que expone el artista.
Todavía me provoca rubor las tardes extravagantes cuando acudí en complicidad con mis amigos a husmear las grabaciones de la película “Un sábado más”, rodaje que se realizó en nuestra ciudad y uno de los lugares elegidos fue la calle de Mina. Era el primer año de secundaria, posterior a la llegada de la escuela, acudíamos fascinados por el trascendental momento. En abriles oníricos, donde la curiosidad era el mejor pasatiempo.
Alcanzo a descubrir la pincelada rosada que exhibe la cúpula de la Parroquia, con el agotamiento de los años, perfilando con melancolía su torre con el tono verdusco de sus campanas en el incendio de la púrpura vespertina, como un testigo más de que Mina florece en el resplandor sanjuanense.
Respirando la candidez del viento, me sale el encuentro a cada paso, otro indeleble símbolo de la grata existencia de esta calle, las imprentas, ignoro si aquí se concibieron estos territorios del abecedario, lo cierto es que desde niño he visto su palpitar. Esos calendarios infantes, de acudir a solicitar las famosas “libretitas”, aquellos pequeños cuadernillos que encendían nuestras imaginarias fantasías. Y ahí aún continúan algunos establecimientos bajo el disfraz de los nuevos tiempos.
Todo ese arcoíris de antaño no pierde brillo, aún perviven esas noches virtuosas de triunfo, aquel acto interminable de deleite en los puestos de tacos, donde olfato abrazaba la inventiva. Aquello no era vida, era gloria para el apetito. Los colores quemantes del fuego convidados por el rumor de los aromas, las escaleras de humo grisáceo evocando el espíritu colectivo. De todos los puestos de tacos, el más seductor –quizás por grotesco y diferente-, era el “tacomóvil”, una vieja camioneta tipo van de color azul, adaptada para las más exigentes bocas.
Ese derroche de pretensiones culinarias, el ritual de exprimir el zumo de los limones, pellizcar las circunferencias de maíz, moldearlas hasta desvanecerse en un mordisco. Esa era Mina de los tacos, con su plomiza alfombra ataviada de grasa y corcholatas.
Observo el rumor verde, extendiendo su músculos, pretendiendo buscar el testimonio azul; practicando su idioma, coqueteándole a la cúmulos, cual perfecta melodía que despierta a los insectos. Imponentes jacarandas, mismas que prestan su nombre a un tradicional bar. El fruto del jolgorio, las cantinas, como la legendaria “India” hasta las desaparecidas pulquerías, en donde los ruidos armaban sinfonías, provocando a los fantasmas de la inolvidable metáfora del sueño. Así entre el ritual de las tristezas y las alegrías, de la textura de la risa, habría que seguir navegando el barco enloquecido que va ratificando las olas de un océano donde se agiganta la palabra y se vuelven infinitos los decires.
Es esta la garganta de los espejos de la vida cotidiana, donde llueve la plástica que fecunda los escenarios, adaptándose a la exigencia del ingenio. ¿Habrá un sitio dónde se deposite el despojo de la nostalgia? Propongo esta interrogante al compás de los centímetros extirpados… ¡Cuantas inscripciones en la memoria colectiva! Extensos signos predicando centellas, intentando devolverle su fascinación hechicera a las puertas, aspirando deducir la metamorfosis del decorado de antenas y cables; tal vez suplicarles que vuelvan del exilio los vigilantes, los extraordinarios equilibristas del alambre, los tordos, alguna vez conspiradores de la tarde.
Arturo Hernández
Parte II
Así es este territorio de inventiva, lleno de rastros y rostros, donde el sol del tiempo inunda el adoquín, depositando el desvelo del “yotúélnosotros” en el catálogo de secuencias color sepia.
Las batallas y sus protagonistas, el índice de nombres que ensancharon las venas indemnes de este espacio. Los imprescindibles como atinadamente decía Brecht: los que luchan todos los días.
Y tal vez, la coincidencia pública, en la nomenclatura de la calle, sea un brindis a la retentiva popular, un tributo al quehacer cotidiano de los habitantes de Barrio Mina, un ejemplo análogo a la tenacidad de Francisco Javier Mina, el luchador y guerrillero vasco que refrendó con su sangre el fervor hacia México, en la Guerra de Independencia.
Este cuaderno de hombres de carne y hueso, actores de este teatro inevitable y cotidiano, forjadores del siempre: sanjuanenses por nacimiento, por adopción, pero todos marcando sus huellas en los hilos de la historia.
Como no guiar las letras hacia el famoso “Fuky”, promotor entusiasta del deporte. Atendiendo la agencia de bicicletas, en donde todavía se esconden los ansiados días de ensueño, de quienes acudían religiosamente a rentar su bicicleta, dispuestos a la aventura. Desafortunadamente no me tocó vivir esos añorados años, sin embargo me he inoculado de las voces que anidan esas anécdotas.
Hablar de “Alfonso”, “Los Conchos”, “Motos Díaz, todos ellos pioneros de los talleres de motocicletas, los que caracterizaron aún más este enclave, este armonioso y singular esbozo de la ciudad. La estridencia de las motocicletas, el tinte negruzco que resbalaba sobre el tímido cemento, el aceite bordando las paredes, descendiendo en manchas hasta el suelo como si fuera la traza que expone el artista.
Todavía me provoca rubor las tardes extravagantes cuando acudí en complicidad con mis amigos a husmear las grabaciones de la película “Un sábado más”, rodaje que se realizó en nuestra ciudad y uno de los lugares elegidos fue la calle de Mina. Era el primer año de secundaria, posterior a la llegada de la escuela, acudíamos fascinados por el trascendental momento. En abriles oníricos, donde la curiosidad era el mejor pasatiempo.
Alcanzo a descubrir la pincelada rosada que exhibe la cúpula de la Parroquia, con el agotamiento de los años, perfilando con melancolía su torre con el tono verdusco de sus campanas en el incendio de la púrpura vespertina, como un testigo más de que Mina florece en el resplandor sanjuanense.
Respirando la candidez del viento, me sale el encuentro a cada paso, otro indeleble símbolo de la grata existencia de esta calle, las imprentas, ignoro si aquí se concibieron estos territorios del abecedario, lo cierto es que desde niño he visto su palpitar. Esos calendarios infantes, de acudir a solicitar las famosas “libretitas”, aquellos pequeños cuadernillos que encendían nuestras imaginarias fantasías. Y ahí aún continúan algunos establecimientos bajo el disfraz de los nuevos tiempos.
Todo ese arcoíris de antaño no pierde brillo, aún perviven esas noches virtuosas de triunfo, aquel acto interminable de deleite en los puestos de tacos, donde olfato abrazaba la inventiva. Aquello no era vida, era gloria para el apetito. Los colores quemantes del fuego convidados por el rumor de los aromas, las escaleras de humo grisáceo evocando el espíritu colectivo. De todos los puestos de tacos, el más seductor –quizás por grotesco y diferente-, era el “tacomóvil”, una vieja camioneta tipo van de color azul, adaptada para las más exigentes bocas.
Ese derroche de pretensiones culinarias, el ritual de exprimir el zumo de los limones, pellizcar las circunferencias de maíz, moldearlas hasta desvanecerse en un mordisco. Esa era Mina de los tacos, con su plomiza alfombra ataviada de grasa y corcholatas.
Observo el rumor verde, extendiendo su músculos, pretendiendo buscar el testimonio azul; practicando su idioma, coqueteándole a la cúmulos, cual perfecta melodía que despierta a los insectos. Imponentes jacarandas, mismas que prestan su nombre a un tradicional bar. El fruto del jolgorio, las cantinas, como la legendaria “India” hasta las desaparecidas pulquerías, en donde los ruidos armaban sinfonías, provocando a los fantasmas de la inolvidable metáfora del sueño. Así entre el ritual de las tristezas y las alegrías, de la textura de la risa, habría que seguir navegando el barco enloquecido que va ratificando las olas de un océano donde se agiganta la palabra y se vuelven infinitos los decires.
Es esta la garganta de los espejos de la vida cotidiana, donde llueve la plástica que fecunda los escenarios, adaptándose a la exigencia del ingenio. ¿Habrá un sitio dónde se deposite el despojo de la nostalgia? Propongo esta interrogante al compás de los centímetros extirpados… ¡Cuantas inscripciones en la memoria colectiva! Extensos signos predicando centellas, intentando devolverle su fascinación hechicera a las puertas, aspirando deducir la metamorfosis del decorado de antenas y cables; tal vez suplicarles que vuelvan del exilio los vigilantes, los extraordinarios equilibristas del alambre, los tordos, alguna vez conspiradores de la tarde.
Arturo Hernández