Acabas de atravesar el espejo.
Lo que oigas, lo que veas…
Nada es lo que parece.
The Recruit. Al Pacino.
Esta feliz. El crimen organizado es su motivo para ser feliz. Se subió a la camioneta y se cago de la risa. Este vestido con unos jeans holgados de finísima mezclilla, una camisola leñador grandes y llamativos colores. Calza botas puntiagudas de alto tacón y dibujos de viborillas. Esta coronado por un sombrero, no de hombre de campo, sino con uno que más se asemejaba a los del grupo Bronco, su grupo preferido. Una pinche camioneta que no tiene madre. Está en el tiempo en que recoge los frutos. Tiene tantas cosas de las cuales hablar. Por eso es feliz. Dio la orden y enfilaron por el camino vecinal. Dejaban el rancho escuchando en el equipo de sonido el último concierto de ese grupo tocando en vivo, como música de fondo y a todo volumen la rola “que no quede huella, que no quede huella…”. Dejaban atrás un verdadero rancho. Un rancho verdadero. Más de 500 hectáreas. Con animales como cocodrilos, pumas, leones y tigres. No sin antes lanzar un chingomadral de tiros al aire. Y se cago de la risa nuevamente. Se cago de verdad. El apodo le venía como anillo al dedo, por eso se estaba cagando de la risa. Es su firma esa canción. “Que no quede huella, que no quede huella, que no que no…”.
Quisiera poder gritar, pero su voz se ahoga. Estaba amordazado. Las manos las tiene amarradas para tras del respaldo de la silla estilo clásico. Los pies también están amarrados. Cuatro hombres observan. Acompañan a su jefe. Al que tiene gustos por el grupo Bronco. El jefe de plaza esta encabronado. A ver cabrón, sigue llamándome Choche, sigue llamándome Choche, sigue haciéndote el gracioso. Sigue aventándome carrilla. Pinche pendejo. Creías que iba a aguantar tu carro. Creías que me iba a cagar de la risa. Estas pero si bien pendejo. Yo soy el Bronco. El Bronco. Que te quede bien claro. De mi nadie se burla, le decía subiéndole el volumen de la voz. La víctima y escolta de ese otro Bronco puso cara de juro que no lo vuelvo a hacer, se lo juro que no vuelvo a llamarlo Choche e intento disculparse, pero el Bronco lo ignoro y solicito que le volvieran a dar madrazos.
Y zas un putazo y otro putazo de uno y de otro escolta del jefe de esa plaza, mientras los otros dos escoltas permanecen quietos portando sus armas exclusivas del ejército y mostrando sus tatuajes como si fueran letreros de sus ambiciones. Eso nomas es un adelanto de lo que realmente me gusta, le comento, mientras fumaba uno de los cigarrillos duritos que él mismo forjaba. Les comento. Y dicho. Le dieron otros madrazos. Una verdadera madriza. Ni modo que qué.
Hubieran visto como se puso. Se le trepo la bilis a la trompa y quedo trabado de los dientes como si fueran pinzas perras. Le habían pasado el chisme. Con pelos y señales. Y con algo más para aderezar el chisme. La bronca de ese escolta es que se había pasado de verga burlándose del patrón alias el Bronco, llamándolo el Choche, como ese integrante que tocaba la batería, que en paz descanse y que era parte sustancial de ese grupo musical llamado Bronco. Ese fue su error. Lo dijo bien imprudente. Bien acá. Bien guevudo. Si les hubiera hecho caso a los Tigres del Norte abría aprendido que la confianza y la prepotencia son las fallas del valiente. El primero. El segundo, haberlo comentado a algunos de sus compañeros escoltas que ni tardo ni perezosos estaban frente al patrón haciendo del conocimiento dándole pelos y señales del escolta que se burlaba de él con la seriedad que lo ameritaba porque no vaya a ser de que le estaban apodando Choche, para no aventar más choro, sus compañeros escoltas lo entregaron al jefe de plaza, su jefe de plaza, su patrón, alias el Bronco.
Varias cosas han pasado y el país está peor. De la chingada desde que ese presidente se vistió de militar y militarizo el país lanzando al ejército a la calle a una guerra de antemano perdida pero eso si con el argumento de que “esta guerra la ganaremos”. Puro choro de un presidente alcohólico donde la guerra es por las drogas, donde policías y guachos pelean por su tajada, y donde políticos y narcos vienen del mismo vientre.
Los escoltas dieron fe. 50 cabrones dieron fe. Lo dejaron allí. Para ser devorado por los cocodrilos. La víctima y ex escolta del jefe de plaza era uno de los tantos que le habían vendido el alma al jefe de plaza. Antes de que cayera la noche estaban tomando rumbo para la casa residencial ubicada en la ciudad capital. El Bronco vería cumplido su gran propósito: “Que no quede huella, que no quede huella, que no, que no…” cagándose de la risa porque estaba agarrando aprecio al apodo del Choche, ese apodo que le puso uno de sus escoltas que por más que se las haiga pegado de cabrón, se orino al final de su vida. Fue una lástima que el poder de las oraciones no haiga sido suficiente.
Augusto Sebastián