Tengo muchas razones para escribir sobre la muerte, no solamente por esa tradición universal de los humanos de morirse, la que ahora se discute, precisamente por la necesidad de apresurarla, que algunos justifican con el nombre de eutanasia y otros suicidio. Otro motivo son las terribles pandemias, por si fuera poco, las elecciones del 2024. Mi obsesión es la última frase de nuestra vida, se las transmito para que vayamos tomando inspiración.
En primer lugar reconozcamos que todos los mexicanos tenemos una afición inveterada y casi genética por los slogans. Simplemente desde niños aprendemos la historia por frases y así también identificamos a los héroes: “Va mi espada en prenda. Voy por ella”; “La Patria es primero”; “Si hubiera parque, no estaría usted aquí”; “Los valientes no asesinan”. Por sus frases identificamos a los políticos: Echeverría: “Ni nos ayuda ni nos perjudica sino todo lo contrario”. El Señor Gobernador Mauricio Kuri: “El sector privado es lo mejor del país”. Y ya saben quién: “Yo tengo otros datos”.
Todas las frases son importantes, pero la última, la que pronunciamos agónicos, antes de entrar como decían los aztecas a la región sin puertas ni ventanas, es la que más debemos de cuidar y preparar. Ya Shakespeare escribía: “Dícese que la lengua de los moribundos reclama nuestra atención con una intensa armonía: cuando ya quedan pocas palabras, no suelen gastarse en vano, y los que alientan sus palabras con dolor, hablan siempre con la verdad”.
Los vikingos, a pesar de tener famas de salvajes eran muy previsores, antes de inhumar los restos dejaban durante un momento la boca del difunto al descubierto y sin cerrar. ¿La razón? Por si tenía algo qué decir. Obviamente algo breve, nada de sentirse en la “Mañanera”.
Una buena frase en la agonía es capaz de iluminar una vida oscura o llevar a la inmortalidad una ejemplar. La última frase que pronunciamos es como el postre de la comida, puede arruinar el más exquisito menú o salvar dignamente el peor. Como buen mexicano que se respeta me he preparado con anticipación, leyendo entre otras cosas las frases postreras inspiradas en grandes hombres y mujeres. Me aterra la posibilidad de morir diciendo frases improvisadas o chuscas, como la que pronunció el Vizconde de Palmerston en su lecho de muerte: “¿Yo morir señor doctor? Eso sería lo último que haría”. O balbucear tímidamente como esa señora que en su agonía no podía obedecer las indicaciones del galeno: “Perdone doctor, pero es la primera vez que me muero”.
Ahora bien, es necesario estar conscientes que la agonía es depresiva y corremos el peligro de caer en radicalismos verbales de solemnidad. Así nos podemos morirnos diciendo: “Los conservadores y los fifís, en su inclinación aspiracionista, aceptan morirse para buscar una vida mejor”; “La prueba, contundente de que la Cuarta Transformación lucha por la implantación de una sociedad más igualitaria, es bajarle los sueldos a los del INE”. O en sentido contrario, con las prisas de la agonía podemos decir algo demasiado ordinario y cotidiano: “Estos piquetitos que siento por todo el cuerpo, ¿Es la muerte?, ¿O alguien ha estado comiendo campechanas en mi cama?
La que más me ha conmovido, que jamás haya leído, es la que narró un soldado chileno. Por los días del golpe contra Allende, éste detuvo al sacerdote español Joan Alsina, por el “delito” de acompañar a un grupo de obreros contrarios a Pinochet. Lo colocó debajo de un puente para fusilarlo y le quiso tapar los ojos. Alsina le dijo: “¡Por favor! No me pongas la venda, mátame de frente, porque quiero verte para darte el perdón”. El soldado aceptó, entre lágrimas, que le disparó cuando el sacerdote levantó la mano para bendecirlo.
No le temo a las alturas especulativas, me aterran las marmóreas profundidades filosóficas y tengo malas relaciones con la tristeza, quizá porque por naturaleza soy triste. Voltaire, en su lecho de muerte una enfermera le preguntó: “¿Quiere renegar de Satanás?”. Luego de reflexionar un instante, Voltaire respondió: “Creo que no es el momento de procurarme nuevos enemigos”. Mark Twain: “Cuando llegue el día de mi muerte y me convierta en un ser de luz, voy a electrocutar a varios cabrones que conozco”.
Escribe: Edmundo González Llaca