Había quedado en el aire un gusto
a victoria, a amarga victoria
JOSEPH CONRAD
Le sometieron. Dos cabrones le estaban sometiendo. Estaba atado a una silla, con el rostro tumefacto y el pelo desordenado. Estaba hinchado de la cara como perro a los rayos del Sol, aunque por dentro seguía siendo la misma mierda. Tenía un ojo completamente cerrado, la nariz desviada y los labios reventados como testimonio de crueldad. No hay posibilidades de que hubiera sido un accidente. Cuatro observan, junto a un hombre moreno vestido de guayabera que mostraba con orgullo su sonrisa al primer contacto, que mira con atención , como si en toda su vida no hubiera hecho otra cosa que estar frente a hijos de puta. No se burlan de ese pobre infeliz. Calladitos se ven más bonitos. Están tan acostumbrados. El varo que éste les ofreció si les causo risa. Una verdadera risa.
Las mesas contiguas son un rastro de cocas, aguas embotelladas, café del Oxxo, gigantescas bolsas de papas Sabritas bañadas en salsa Valentina, anegadas,sumergidos en ella, platos de unicel con restos de carnitas, cajas de pizzas, hojas de tamales y más cocas y cafés …Opuso resistencia pero sabía que no podía ir a ningún lado. Bueno si iba. Solo a unos lados movía la cabeza emitiendo unos sonidos. Solo opuso. Estaba amordazado. Eran poco más de las cuatro de la madrugada en el letardo propio de los días de fiesta decembrinas en tiempos de COVID-19. A lo lejos se escuchaba el ulular de patrullas y ambulancias. Sólo a lo lejos eran visibles las parpadeantes luces de Santa Rosa Jáuregui, Querétaro, famoso por las carnitas de puerco. Estaba allí junto a sus captores. Capturarlo no les resulto tan fácil ya que nadie tenía la menor idea de donde podía estar el hijo de puta. Los hijos de puta así son. Fue difícil. Hubo que andar del tingo al tango. De sur a norte. De oriente a poniente. Hubo que preguntar mucho, pero estaban seguros de que de un momento a otro iban a agarrar a ese hijo de puta y a su banda criminal. Y, pues, bueno, lo agarraron. Todo era cosa de empezar a preguntar. Todas las cosas de las que uno se entera si empieza a preguntar . No hicieron lo que todo agente hace: hacerse pendejos. Era una cosa personal para el de la guayabera y su equipo policial federal.
Desde los primeros interrogatorios le dieron con todo. Hasta su puta madre. Era un hijo de puta muy duro de ablandar. No soltaba la sopa. Les costo mucho trabajo agarrarlo. Era el jefe de una banda de secuestradores. Le tomo el gusto por los secuestros con religiosidad porque deja sus ganancias y le hacía sentirse vivo. Tenía un método bastante bueno. No alardeaba sus secuestros. Lo hacían con mucho sigilo. Que no por eso no eran hijos de putas.
Comenzaron con un secuestro. Luego otro. Otro. Otro más. Cada vez con mayor frecuencia. De sur a norte. De oriente a poniente. Un día, para alivio de su salud mental, gracias a una situación completamente fortuita, el de guayabera creyó reconocer en un teibol queretano, el mas exclusivo de la ciudad, al hijo de puta. Previo había ordenado una botella del champán más fino y luego vinieron otras. Simulaba que bebía pero apenas se mojaba los labios en las burbujas. Quería tener muy clara la mente. Cuando el hijo de puta abandono el lugar, el comandante sin esperar siquiera a comprobar su identidad , ordenó que le detuvieran. Se ejecutó la orden. Su corazonada fue cierta.
El hijo de puta miro esa habitación donde había pasado los últimos quince años. A las afueras de la ciudad donde se reunía con sus cuates. Para negociar. Era una casa de seguridad. Otra más. No para otra cosa. Sus amigos no estaban para apoyarlo. Ni estarían. Habían corrido la suerte de que se los cargara la verga. Te va a cargar la verga, les advertían. Y sobre advertencia no hay engaño. Estaba a merced. Mueve la cabeza. Es el jefe de un grupo criminal organizado. No le gusta pensar en su cuerpo esparcido en el suelo en medio de un chingo de sangre. Detesta la sangre. Detesta los ríos de sangre.
Escribe: Augusto Sebastián
