Por la geometría húmeda de alfombra gris, despojando la trasparencia de su cuerpo, ultrajando el silencio con sus pasos, proponiendo el cansancio de la tarde al rumor del viento. Una danza de sombras tímidas intentando esconder su inocencia, el polvo encaneciendo los muros cuando el sol destierra su sonrisa.
Árboles murmurando una añeja melodía, embriagando sus esqueletos, concursando con el vuelo de un pájaro huérfano. Se exprimen los números de la luz, resbalan las cortinas opacas, resaltando el pincel de las gargantas oscuras. Un ladrido se va diluyendo en el horizonte, secuestrando el humo de una casa, pervirtiendo las huellas de las nubes.
El regocijo de la noche, reinventar los párpados de la luna, naufragar bajo su acento, inhalando el sudor de las grietas para purificar la fatiga.
Él camina pausadamente, atropellando las esferas abstractas de las líneas, exponiendo su mirada a la suerte, buscando concebirle colores a la rutina. Eternos, agotadores –nunca complacientes- han sido los relojes de su existencia, los trazos de una apuesta, los atavismos de la aritmética, bajo el antifaz de un par de ojos donde cabalga todo lo posible, el indeleble sortilegio de los años.
La silueta extraviada del fuego, el hombre encargado de extenderle el velo a la tarde, escoltando a la oscuridad en su llegada, en su partida. Los mismos rincones, las mismas calles, saludan su esfuerzo, su destreza, descobijando la ansiedad para encontrar los rastros del sueño.
Ningún impedimento, ni pretexto alguno se abriga en su camino, siempre existirá una razón para ir en busca del sudor.
El desfile de abecedarios, el soliloquio habitual, mirando de reojo los movimientos del rectángulo de arcilla, atestiguando el ensayo del próximo concierto de grillos, procurando no entorpecer la edificación del laberinto de una tropa de insectos.
Bajo esta confabulación con la soledad, se teje el ánimo, ratificando el decreto de las manos, la resistencia del cuerpo. Labrando el desafío de un mundo propio, compartido en ocasiones con ruidos tímidos, con el vapor de la melancolía y el calor prófugo de alguna ventana.
Las imágenes cotidianas pellizcando su cara, ascendiendo la rampa de arena junto a los canales donde emigra el agua, cruzando las telarañas pálidas, perpetuo refugio de las hojas abortadas por los fresnos. Miles de pisadas cimentando a otras, coleccionando heridas y desaciertos, quizás bondades.
Para nadie es extraño este peregrinar, la costumbre es materia del murmullo, la adivinanza de las voces. La semana escribe los meses, recapitula los años. En tiempos útiles a la almohada, conspirando un cinturón de anhelos, teorías para el engaño.
Lo cierto fue el cuadro de aquella noche, el rigor del invierno desconocía los hilos del cigarro. Los golpes de la ventisca abofeteaban su rostro, sus oídos teñidos de carmesí, imitados por su nariz. Respirando suavemente intentando reconocer el frío.
Sus ojos descifraban la distancia, justamente cuando frente al viejo pozo –el nido del agua- descubrió aquella figura femenina, sin mucha nitidez, con un resplandor ajeno. Obligó a sus pies multiplicar los pasos, esbozando una irreconocible sonrisa, engendrando un rosario de suspiros.
Las piedras doblegaron su dureza, facilitando el reposo del arcoíris de alborozo en su sangre, floreciendo una circunferencia de júbilo.
Ella reposaba en el filo del pozo, descifrando la textura de la humedad, mostrando sus manos al abismo. Podría tener entre veinticinco y treinta años. Sobre su blusa se extendía una larga cabellera negra tocando los bordes de su falda roja, en oleaje continuo con el viento.
Un ruido mustio se entretejía en el silencio, al momento que sus manos salpicaban las gotas del deseo, parecían retar al hielo de las estrellas, incitando la sospecha de una llamarada perversa.
Cortando los metros se acrecentaba la curiosidad, resolvió el crucigrama, seleccionó las vocales, las consonantes, dispuestas a expulsarlas de su boca… “¡Buenas noches!”, exclamó sensiblemente. Ante la nula respuesta, insistió: “¡Buenas noches señorita!” Sin encontrar espejo a sus palabras, atrevidamente colocó sus manos en el universo de su espalda, una, dos veces… Fue más a fondo, deslizando sus dedos sobre la tersura de su cuello, fabricando curvas y rectas, deshojando un crisol de anhelos.
Una ráfaga inoportuna, sacudió el encuentro, inevitablemente la mujer reveló su rostro angelical, seguido de una risa profunda que escapó de sus labios, dejando entre ver un par de colmillos refulgentes ante la mirada inconcebible de él. Se extinguió el aliento, una lluvia de polvo escarlata descendió de la frente femenina, revistiendo su halo pálido, en el hechizo de una voz penetrante como sensual: “¡Eres mi protegido, no te asustes!” “¡soy tu ángel de la guarda!”
Segundos martillando el corazón, el rehilete de sus brazos atinó la huida, desesperada, presurosa. Confundido llegó a su casa, descubrió los espejos, intentando percibir alguna sombra, vació las cenizas del cigarro en el piso, formando una cruz en la entrada de la habitación, construyendo oraciones para conseguir un amanecer oportuno.
El nuevo día era un acertijo, refugiándose en los susurros de su conciencia se propuso esperar la noche… Convencido decidió buscar a su “ángel de la guarda”, animando su suerte, se dirigió al pozo de agua. Ni la oscuridad, ni el viento fueron obstáculos para descargar su mirada, escarbó con sus ojos afanosamente en todos los rincones, en los límites de las sombras sin encontrar absolutamente nada. Se acercó lentamente a la boca del pozo, inclinó su cabeza hasta el fondo, recargando sus nervios en el cemento, su cuerpo perdió peso, al momento que una sensual voz femenina surgía lentamente: “¡Bienvenido Béla Lugosi”.
Arturo Hernández
- Advertisement -